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20/04/2020 |
Adiós globalización, empieza un mundo nuevo. O por qué esta crisis es un punto de inflexión en la historia |
EL PAIS - Por JOHN GRAY - La hiperglobalización de las últimas décadas se acaba. El capitalismo liberal está en quiebra, asegura el prestigioso filósofo político británico John Gray. Asistimos a un punto de inflexión histórico |
Las calles
desiertas se volverán a llenar y saldremos de nuestras madrigueras iluminados
por la luz de las pantallas parpadeando con alivio. Pero el mundo será
diferente de como lo imaginábamos en lo que pensábamos que eran tiempos
normales. Esto no es una ruptura temporal de un equilibrio que, de lo
contrario, sería estable. La crisis por la que estamos pasando es un punto de
inflexión en la historia. La era del
apogeo de la globalización ha llegado a su fin. Un sistema económico basado en
la producción a escala mundial y en largas cadenas de abastecimiento se está
transformando en otro menos interconectado, y un modo de vida impulsado por la
movilidad incesante tiembla y se detiene. Nuestra vida va a estar más limitada
físicamente y a ser más virtual que antes. Está naciendo un mundo más
fragmentado, que, en cierto modo, puede ser más resiliente. El otrora formidable Estado británico se está reinventando rápidamente y a una escala nunca vista. El Gobierno, actuando con poderes de emergencia autorizados por el Parlamento, ha tirado por la borda la ortodoxia económica. El Servicio Nacional de Salud, maltratado por años de estúpida austeridad —al igual que las Fuerzas Armadas, la policía, las prisiones, los bomberos, los cuidadores y los limpiadores—, está contra las cuerdas, pero, gracias a la noble dedicación de sus trabajadores, se mantendrá a raya el virus. Nuestro sistema político sobrevivirá intacto. No habrá muchos países tan afortunados. Los Gobiernos de todo el mundo se debaten en el estrecho callejón entre suprimir el virus y aplastar la economía. Muchos tropezarán y caerán. Que un país
elimine la agricultura y dependa de otros se desechará como el disparate que
siempre fue En la
visión a la que se aferran los intelectuales progresistas, el futuro es una
versión más bonita del pasado reciente. Sin duda, eso les ayuda a preservar
cierta apariencia de cordura. Su visión también socava el que en estos momentos
es nuestro atributo más vital: la capacidad de adaptarnos y crear modos de vida
diferentes. La tarea que nos espera consiste en construir economías y
sociedades más duraderas y humanamente habitables que las expuestas a la
anarquía del mercado global. Esto no
significa pasar a un localismo a pequeña escala. La población humana es
demasiado numerosa para que la autosuficiencia local sea viable, y la mayor
parte de la humanidad no está dispuesta a regresar a las comunidades pequeñas y
cerradas de un pasado más distante. Pero la hiperglobalización de las últimas
décadas tampoco va a volver. El virus ha dejado al descubierto puntos débiles fatales del
sistema económico parcheado tras la crisis financiera de 2008. El
capitalismo liberal está en quiebra.
A pesar de
toda su palabrería sobre la libertad y la elección, en la práctica el
liberalismo era un experimento de disolución de todas las fuentes tradicionales
de cohesión social y legitimidad política y su sustitución por la promesa de un
aumento del nivel material de vida. Ahora este experimento ha llegado a su fin.
Para acabar con el virus es imprescindible un cierre económico que solo puede
ser temporal, pero cuando la economía vuelva a arrancar, será en un mundo en el
que los Gobiernos actuarán para poner freno al mercado mundial. Creer que
la crisis se puede resolver con un estallido de cooperación internacional es
pensamiento mágico No se
tolerará una situación en la que una parte tan importante de los suministros médicos mundiales más necesarios se produzca en
China o en cualquier otro país exclusivamente. La producción en este y
otros sectores delicados se devolverá a los territorios de los Estados por
motivos de seguridad nacional. La idea de que un país como el Reino Unido
pudiese eliminar poco a poco la agricultura y depender de las importaciones de alimentos
se desechará como el disparate que siempre ha sido. El sector aéreo se
contraerá porque la gente viajará menos y las fronteras duras se convertirán en un rasgo duradero del
paisaje mundial. El mezquino objetivo de la eficacia económica ya no
será viable para los Gobiernos. La pregunta
es qué va a sustituir al aumento del nivel material de vida como fundamento de
la sociedad. Una respuesta ofrecida por los pensadores ecologistas es lo que John Stuart Mill, en sus Principios de economía política (1848),
llamó “economía del Estado estacionario”. La producción y el consumo dejarían
de ser un objetivo prioritario y el número de seres humanos descendería. A
diferencia de la mayoría de los liberales actuales, Mill reconocía el peligro
de la superpoblación. Un mundo lleno de seres humanos, decía, carecería de
“parajes floridos” y de vida salvaje. El pensador también advirtió de los
peligros de la planificación centralizada. El Estado estacionario sería una
economía de mercado en la que se incentivaría la competencia. La innovación
tecnológica continuaría y junto a ella se mejoraría el arte de vivir. En muchos
sentidos, la idea es atractiva, pero también irreal. No existe una autoridad
mundial que imponga el final del crecimiento, de la misma manera que no la hay
para combatir el virus. Al contrario de lo que dice el mantra progresista que últimamente repite Gordon Brown,
los problemas mundiales no siempre tienen soluciones mundiales. Las divisiones
geopolíticas excluyen cualquier cosa que pueda guardar algún parecido con un
Gobierno mundial y, si existiese, los Estados actuales competirían por
controlarlo. La creencia de que la crisis se puede resolver con un estallido
sin precedentes de cooperación internacional es pensamiento mágico en su forma
más pura. Por supuesto, la expansión económica no es sostenible indefinidamente. Para empezar, solo puede agravar el cambio climático y convertir el planeta en un vertedero. Ahora bien, dada la marcada desigualdad entre niveles de vida, el crecimiento demográfico y la intensificación de las rivalidades geopolíticas, el crecimiento cero también es insostenible. Si acabamos aceptando los límites del crecimiento, será porque los Gobiernos hagan de la protección de sus ciudadanos su objetivo más importante. Sean democráticos o autoritarios, los Estados que no pasen esta prueba hobbesiana fracasarán. Cambios
geopolíticos La pandemia
ha acelerado de golpe el cambio geopolítico. La propagación descontrolada del virus en Irán, sumada
al desplome de los precios del petróleo, podría
desestabilizar su régimen teocrático. Con la caída de sus ingresos, Arabia
Saudí también está en peligro. Sin duda, no faltará quien se alegre de
despedirse de ambos. Sin embargo, no hay garantías de que un colapso en el
Golfo vaya a traer consigo algo que no sea un largo periodo de caos. A pesar de
los años que llevan hablando de diversificación, los regímenes de la zona siguen
siendo rehenes del petróleo, e incluso si los precios se recuperan algo, el
impacto económico del cierre mundial será devastador.
En cambio,
el este de Asia seguramente continuará avanzando. Hasta ahora, los países que
han dado una respuesta más eficaz a la epidemia han sido Taiwán,
Corea del Sur y Singapur. Cuesta pensar que sus tradiciones
culturales, que otorgan más importancia al bienestar colectivo que a la
autonomía personal, no hayan desempeñado un papel en sus buenos resultados.
También han resistido el culto al Estado mínimo. No será de extrañar que se
adapten a la desglobalización mejor que muchos países occidentales. Si la Unión
Europea sobrevive, puede que se parezca al Sacro Imperio Romano en sus años
finales La posición
de China es más compleja. Dado su historial de encubrimientos y estadísticas
opacas, es difícil evaluar su actuación durante la pandemia. Desde luego,
el país no es un modelo que cualquier democracia pueda o deba emular. Como
demuestra el nuevo hospital Nightingale del Servicio Nacional de Salud, los
regímenes autoritarios no son los únicos capaces de construir hospitales en dos
semanas. Nadie sabe cuál ha sido el coste humano total del cierre chino. Aun
así, parece que el régimen de Xi Jinping se ha beneficiado de la pandemia; el
virus ha proporcionado una serie de argumentos para ampliar la vigilancia
estatal e implantar un control político todavía más estricto. En vez de
desaprovechar la crisis, el presidente se está sirviendo de ella para incrementar
la influencia de su país. China se está introduciendo en el lugar que corresponde a la
Unión Europea con su ayuda a los Gobiernos nacionales en apuros, como
el de Italia. Muchas de las mascarillas y los equipos de pruebas que ha
suministrado han resultado defectuosos, pero no parece que esto haya hecho
mella en la campaña de propaganda de Pekín. La respuesta de la Unión Europea a la crisis ha revelado sus
debilidades esenciales. Pocas ideas son tan menospreciadas por las
mentes superiores como la soberanía. En la práctica, esta significa la
capacidad de ejecutar un plan de emergencia completo, coordinado y flexible
como los que han aplicado el Reino Unido y otros países. Las medidas que ya se
han adoptado superan cualquiera de las tomadas durante la II Guerra Mundial, y
en sus aspectos más importantes también son lo opuesto de lo que se hizo
entonces, cuando la población británica fue objeto de una movilización sin
precedentes y el paro descendió de manera espectacular. Actualmente, aparte de
quienes prestan servicios esenciales, los trabajadores británicos han sido
desmovilizados. Si la situación se prolonga muchos meses, el cierre exigirá una
socialización de la economía aún mayor. Es dudoso
que las agostadas estructuras neoliberales de la Unión Europea sean capaces de
llevar a cabo algo similar. Las reglas hasta ahora sacrosantas han sido
contravenidas por el programa de compra de bonos por parte del Banco Central
Europeo y la relajación de los límites de las ayudas estatales a la
industria. Pero la resistencia de los países del norte de Europa, como
Alemania y Holanda, a compartir la carga fiscal puede impedir el rescate de
Italia, un país demasiado grande para ser aplastado como Grecia, pero
posiblemente también demasiado caro para ser salvado. Como el primer ministro italiano, Giuseppe Conte, dijo en
marzo, “si Europa no está a la altura de este desafío sin precedentes, toda la
estructura europea pierde su razón de ser para la ciudadanía”. El presidente
serbio, Aleksandar Vucic, ha sido más directo y realista: “La solidaridad
europea no existe… Eso era un cuento de hadas. El único país que puede
ayudarnos en esta difícil situación es la República Popular de China. A los
demás, gracias por nada”.
El
principal defecto de la Unión Europea es que es incapaz de cumplir las
funciones protectoras de un Estado. La descomposición de la zona euro se ha
predicho tantas veces que puede parecer impensable. Sin embargo, con las
tensiones a las que se enfrenta en la actualidad, la desintegración de las
instituciones europeas no es algo exagerado. La libre circulación ya se ha
suspendido. El reciente chantaje del presidente turco, Erdogan, amenazando a la UE con permitir que los emigrantes crucen las
fronteras de su país y el desenlace en la provincia siria de Idlib
podrían desembocar en la huida hacia Europa de centenares de miles, incluso
millones, de refugiados. (Es difícil imaginar qué puede significar el
“distanciamiento social” en los enormes campamentos de refugiados, abarrotados
e insalubres). Otra crisis de emigración sumada a la presión sobre un euro disfuncional
podría tener resultados nefastos. Si la Unión
Europea sobrevive, puede que se parezca al Sacro Imperio Romano en sus años
finales, un fantasma que subsiste durante generaciones mientras el poder se
ejerce en otro lugar. Las decisiones perentorias ya las están tomando los
Estados nacionales. Dado que el centro político ha dejado de ser una fuerza de
liderazgo, y con gran parte de la izquierda aferrada al fallido proyecto
europeo, muchos Gobiernos estarán dominados por la extrema derecha. Rusia ejercerá
una influencia creciente sobre la Unión Europea. En la batalla con los saudíes
que actuó como detonante del hundimiento del precio del petróleo en marzo de
2020, Putin llevaba la mejor baza. Mientras que para los saudíes el umbral de
rentabilidad fiscal —el precio necesario para pagar los servicios públicos y
mantener la solvencia del Estado— es de unos 80 dólares por barril, para Rusia
puede ser menos de la mitad. Al mismo tiempo, Putin está consolidando la posición de su país como
potencia energética. Los gasoductos submarinos Nord Stream que atraviesan
el Báltico aseguran el abastecimiento fiable de gas natural a Europa, al mismo
tiempo que la hacen dependiente de Rusia y permiten a esta utilizar la energía
como arma política. Al igual que China, Rusia ha entrado en escena para
sustituir a la vacilante Unión Europea enviando médicos y equipo a Italia. En Estados
Unidos, Donald Trump claramente considera que reflotar la economía es más
importante que contener el virus. Una caída de la Bolsa similar a la de 1929 y
unos niveles de paro peores que los de la década de 1930 supondrían una amenaza
existencial a su presidencia. James Bullard, consejero delegado del Banco de la
Reserva Federal de San Luis, ha insinuado que en Estados Unidos la tasa de desempleo podría alcanzar el 30%, superando
a la de la Gran Depresión. Por otra parte, teniendo en cuenta el sistema de
gobierno descentralizado del país, su sistema de salud desastrosamente caro,
las decenas de millones de personas sin seguro médico, una población
penitenciaria descomunal con gran número de ancianos y enfermos, y unas
ciudades en las que vive una cantidad considerable de personas sin hogar y que
ya sufren una extendida epidemia de opioides, restringir el cierre podría
suponer que el virus se propagase sin control con efectos devastadores. (Trump
no es el único que asume este riesgo. Hasta ahora, Suecia no ha impuesto nada similar al confinamiento obligatorio
de otros países). A
diferencia del programa británico, los dos billones de dólares del plan de estímulo de Trump
son en su mayor parte otro rescate a las empresas. Sin embargo, si damos
credibilidad a los sondeos, cada vez más estadounidenses aprueban su gestión de
la epidemia. ¿Qué pasará si el presidente sale de esta catástrofe con el apoyo
de una mayoría de estadounidenses?
Tanto si
Trump conserva su poder como si no, la posición de Estados Unidos en el mundo
ha cambiado de manera irreversible. Lo que se está desmoronando a toda
velocidad no es solo la hiperglobalización de las últimas décadas, sino el
orden mundial implantado tras el final de la II Guerra Mundial. El virus ha
roto un equilibrio imaginario y ha acelerado un proceso de desintegración en
marcha desde hace años. En su
trascendental obra Plagas y pueblos (Siglo XXI, 2016), el historiador
de Chicago William H. McNeill afirmaba: “Siempre es
posible que algún organismo parásito hasta entonces desconocido escape de su
habitual nicho ecológico y exponga a las densas poblaciones humanas que han
llegado a ser una característica tan llamativa de la Tierra a alguna nueva y
tal vez devastadora mortalidad”. Todavía no
sabemos cómo escapó el coronavirus de su nicho, aunque existe la sospecha de
que los mercados de Wuhan en los que se venden animales salvajes, hayan tenido
algo que ver. En 1976, año original de publicación del libro de McNeill, la
destrucción de los hábitats de las especies exóticas no había alcanzado ni
mucho menos las dimensiones de hoy en día. A medida que la globalización ha ido
avanzando, también ha crecido el riesgo de propagación de enfermedades
infecciosas. La [denominada] gripe española de 1918-1920 se convirtió en una
pandemia global en un mundo sin transporte aéreo de masas. En un
comentario sobre la visión que los historiadores tienen de las plagas, McNeill
señala: “Desde su punto de vista, al igual que desde el de otros, los
ocasionales brotes catastróficos de enfermedades infecciosas seguían siendo
interrupciones repentinas e impredecibles de la norma que, en esencia,
escapaban a cualquier explicación histórica”. Muchos estudios posteriores han
llegado a conclusiones similares.
Sin
embargo, persiste la idea de que las pandemias son incidentes pasajeros más que
una parte integral de la historia. Detrás de ella está la creencia de que los
seres humanos ya no formamos parte del mundo natural y podemos crear un
ecosistema autónomo, separado del resto de la biosfera. La Covid-19 nos dice que
no es así. Solo podremos defendernos de esta peste sirviéndonos de la
ciencia; los análisis masivos de anticuerpos y la vacuna serán
decisivos, pero, si en el futuro queremos ser menos vulnerables,
tendremos que hacer cambios permanentes en nuestro modo de vida. La textura
de la vida cotidiana ya ha cambiado. En todas partes existe un sentimiento de
fragilidad La textura
de la vida cotidiana ya ha cambiado. En todas partes existe un sentimiento de
fragilidad. Además, la sensación de inestabilidad no afecta solo a la sociedad;
lo mismo sucede con la posición de los seres humanos en el mundo. Imágenes
virales muestran la ausencia humana de distintas maneras. Los jabalíes se
pasean por las ciudades del norte de Italia, mientras que en la ciudad
tailandesa de Lopburi manadas de monos a los que los turistas ya no dan de
comer se pelean en las calles. La belleza no humana y una feroz lucha por la
vida han brotado rápidamente en las urbes vaciadas por el virus. Como han
señalado diversos expertos, un futuro posapocalíptico como el proyectado en las obras de ficción de J. G. Ballard se ha
convertido en nuestra realidad presente. Pero es importante entender lo que
este “apocalipsis” revela. Ballard veía a las sociedades humanas como decorados
de un escenario que se pueden derribar en cualquier momento. Las normas que se
creían parte de la naturaleza del ser humano desaparecían al abandonar el
teatro. Las experiencias más terribles del autor durante su infancia en el
Shanghái de la década de 1940 no fueron las que vivió en el campamento de
prisioneros de guerra, donde muchos de los reclusos conservaban la entereza y
trataban a los demás amablemente. Ballard era un chico ingenioso y audaz y
disfrutó gran parte del tiempo que pasó allí. Él mismo me contó que fue cuando
la guerra se acercaba a su fin y el campamento se desmanteló cuando fue testigo
de los peores ejemplos de egoísmo despiadado y crueldad gratuita. La lección
que aprendió fue que todo aquello no era el fin del mundo. Lo que se suele
calificar de apocalipsis es el curso normal de la historia. Muchos salen de él
con traumas duraderos, pero el animal humano es demasiado fuerte y versátil
para que esos trastornos lo quiebren. La vida sigue, aunque diferente de como
era antes. Quienes describen el momento actual como ballardiano no se han
fijado en cómo se adaptan los seres humanos a las situaciones extremas que él
narra, e incluso se realizan como personas en ellas. La
tecnología nos ayudará a adaptarnos en nuestras presentes condiciones extremas.
La movilidad física se puede reducir trasladando muchas de nuestras actividades
al ciberespacio. Es posible que las oficinas, los colegios, las universidades,
las consultas médicas y otros centros de trabajo cambien para siempre. Las
comunidades virtuales organizadas durante la epidemia han hecho posible que la
gente llegue a conocerse mejor que nunca.
Cuando la
pandemia remita habrá celebraciones, pero puede que no se distinga con claridad
en qué momento ha desaparecido el riesgo de contagio. Es posible que mucha
gente migre a entornos en la Red, como en Second Life, un mundo virtual en el que las personas
se conocen, comercian e interactúan en el cuerpo y el mundo que ellas eligen.
Puede que haya otras adaptaciones incómodas para los moralistas: es probable
que la pornografía vía Internet experimente un auge, y muchas de las citas en
la Red consistirán en relaciones eróticas en las que los cuerpos nunca lleguen
a entrar en contacto. La tecnología de la realidad aumentada tal vez se utilice
para simular encuentros físicos y el sexo virtual podría normalizarse pronto.
Preguntarse si todo esto será un paso hacia una buena vida tal vez no sea lo
más útil. El ciberespacio depende de unas infraestructuras que pueden resultar
dañadas o destruidas por una guerra o una catástrofe natural. Internet nos
sirve para evitar el aislamiento que acompañó a las epidemias en el pasado,
pero no permite que los seres humanos escapemos de nuestra carne mortal ni que
esquivemos las ironías del progreso. El progreso
es reversible El virus
nos enseña no solo que el progreso es reversible —un hecho que parece que hasta
los progresistas han entendido—, sino que puede socavar sus propias bases. Por
citar el ejemplo más obvio, la globalización ha traído consigo grandes avances;
gracias a ella, millones de personas han salido de la pobreza. Ahora este logro
está en peligro. La desglobalización en marcha es hija de la globalización. Al mismo
tiempo que se desvanece la perspectiva de un nivel de vida que aumente sin
cesar, vuelven a emerger otras fuentes de autoridad y legitimidad. Ya sea
liberal o socialista, el pensamiento progresista detesta la identidad nacional
con apasionada intensidad. La historia está llena de episodios que muestran
cómo se puede hacer mal uso de ella. No obstante, el Estado nacional se está
reafirmando como la fuerza más poderosa para conducir la acción a gran escala.
Enfrentarse al virus exige un esfuerzo colectivo que no se movilizará por el
bien de la humanidad. ¿Qué parte
de su libertad querrá la gente que se le devuelva pasado el pico de la
pandemia? Al igual
que el crecimiento, el altruismo también tiene límites. Veremos muestras de
extraordinaria abnegación antes de que pase lo peor de la crisis. En el Reino
Unido, un ejército de ANI. Con todo, sería una imprudencia depender
exclusivamente de la compasión humana para superar la situación. La bondad con
extraños es tan valiosa que hay que racionarla. Aquí es
donde entra en juego el Estado protector. En esencia, el Estado británico
siempre ha sido hobbesiano. La paz y un Gobierno fuerte han sido sus
prioridades fundamentales. Al mismo tiempo, este Estado hobbesiano ha
descansado sobre el consentimiento, sobre todo en épocas de emergencia
nacional. La protección contra el peligro se ha impuesto a la libertad frente a
las injerencias del Gobierno. Qué parte
de su libertad querrá la gente que se le devuelva pasado el pico de la pandemia
es un interrogante aún sin respuesta. No parece que la solidaridad obligatoria
del socialismo sea muy de su gusto, pero tal vez acepte de buen grado un
régimen de biovigilancia en aras de una mejor protección de su salud. Para
salir del agujero vamos a necesitar más intervención estatal, no menos, y
además muy creativa. Los Gobiernos tendrán que incrementar considerablemente su
respaldo a la investigación científica y a la innovación tecnológica. Aunque es
posible que el tamaño del Estado no aumente en todos los casos, su influencia
será omnipresente y, de acuerdo con los criterios del viejo mundo, más
intrusiva. El gobierno posliberal será la norma en el futuro próximo. Solo si
reconocemos las debilidades de las sociedades liberales podremos preservar sus
valores más esenciales. Entre ellos figura, junto con la legitimidad, la
libertad individual, que, además de ser valiosa en sí misma, constituye un
control necesario al Gobierno. Sin embargo, quienes creen que la autonomía
personal es la necesidad humana más profunda revelan su ignorancia en
psicología, empezando por la suya propia. Prácticamente para cualquiera, la
seguridad y la pertenencia son igual de importantes, y a veces más. El
liberalismo, en efecto, ha sido una negación sistemática de este hecho. Una ventaja
de la cuarentena es que se puede utilizar para renovar las ideas. Hacer
limpieza mental y pensar cómo vivir en un mundo alterado es la tarea que nos
corresponde ahora. Para quienes no estamos sirviendo en primera línea, esto
debería bastarnos mientras dure el confinamiento. John
Gray (South Shields, Reino Unido, 1948), filósofo político, es catedrático
emérito de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. Su último
ensayo publicado es ‘Siete tipos de ateísmo’ (2019, editorial Sexto Piso). Traducción
de News Clips.
Este artículo apareció en la edición especial de primavera de ‘New Statesman’. |
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